THE WILD ONE
Tal día como hoy hace 90 años nacía el
extraordinario actor estadounidense Marlon Brando, de perdurable huella
en la historia del cine y ganador de dos Oscars, dos Globos de Oro y
tres BAFTA.
La página Biografías y Vidas lo retrata así:
«Considerado uno de los mayores mitos de la historia del cine.
Marlon Brando era el tercero de los hijos del matrimonio formado por
Dorothy Pennebaker, de sangre irlandesa, y Marlon Brando, descendiente de franceses que americanizaron su apellido original 'Brandeau'.
Su padre, un hombre de carácter muy fuerte perteneciente a la Iglesia
episcopaliana, era representante de una fábrica de productos químicos,
por lo que, según su destino, la familia cambió de residencia en varias
ocasiones (Illinois, California, Minnesota), antes de establecerse
definitivamente en una granja de Libertyville, Illinois, en 1937. De su
madre, artista aficionada y principal impulsora de un grupo teatral de
Omaha por el que, a fines de los años veinte, pasaron unos aún
desconocidos Dorothy McGuire y Henry Fonda, heredaron, tanto él como sus
hermanas, Jocelyn y Frances, su atracción por la escena.
La notoria
incompatibilidad del matrimonio se tradujo, al cabo de poco tiempo, en
una batalla constante que en plena ley seca llevó a la mujer al
alcoholismo y a los hijos a emanciparse desde muy jóvenes. Brando se
enteró de la muerte de su madre en 1954, en un set de rodaje. Su padre,
que pronto volvió a casarse, murió en 1965.
Rebelde desde la niñez,
el joven Bud (era su sobrenombre familiar) ingresó con dieciséis años,
en contra de su voluntad, en la Shattuck Military Academy de Fairbult,
Minnesota, donde lejos de 'enderezarse', fue expulsado dos años después
por insubordinación. Obligado entonces a trabajar en lo que fuera, fue
albañil y conductor de excavadoras mientras sus hermanas se
independizaban y partían a Nueva York para probar suerte en el teatro. A
comienzos de 1943 se fue a vivir con su hermana Jocelyn con el mismo
objetivo, aunque para ganarse la vida tuvo que encadenar una sucesión de
trabajos eventuales (vendedor de refrescos, lavaplatos, botones,
ascensorista en unos grandes almacenes) mientras esperaba su
oportunidad.
El nacimiento de un mito
Una recomendación lo
condujo ante Erwin Piscator, director del Dramatic Workshop en la New
School for Social Research, embrión del Actor’s Studio. Allí asistió a
las clases de Stella Alder, quien gozaba de gran prestigio por haber
sido alumna, en Moscú, de Konstantin Stanislawski, cuyas técnicas
aplicaba.
Una decena de obras entre 1944 y 1947 (Molière,
Shakespeare, Ben Hecht, Jean Cocteau, Bernard Shaw...) foguearon su
talento, y le bastaron dos frases para convencer a Tennessee Williams de
que se hallaba ante el intérprete ideal para encarnar por primera vez
al Stanley Kowalski de "Un tranvía llamado deseo". Con el beneplácito
del dramaturgo y la dirección de Elia Kazan, Brando fue un Kowalski
nunca superado, y de la noche a la mañana consiguió que todo Broadway
hablara de él.
El éxito rotundo del montaje propició su versión
cinematográfica. Y el actor, que ya había debutado en Hombres (1950),
de Fred Zinnemann, supo trasladar a la pantalla toda la fuerza y los
matices con que había dotado a su personaje en la escena, aunque su
poder de seducción se multiplicó. Con Un tranvía llamado deseo (1951),
Marlon Brando no sólo adquirió una inmediata fama mundial: con ella
nació el mito. Un icono que imitaron sus contemporáneos y que más de
medio siglo después no se ha extinguido.
Según cuenta en sus
memorias, "Canciones que mi madre me enseñó", él no era consciente
entonces del alcance de su imagen ni del efecto de su rebeldía, que sin
pretenderlo afianzó en otros títulos, como ¡Salvaje! (1954) de Laszlo
Benedek o Piel de serpiente (1959) de Sidney Lumet. Otro filme
destacable de aquellos años fue El baile de los malditos (1958) de
Edward Dmytryk, que permitió a Brando dar muestra de su versatilidad
interpretativa al encarnar el papel de un capitán de la Wehrmacht
alemana, al que dio un carácter más humano, que difería del imperante en
los filmes bélicos de la época.
En el Brando de aquella época
prevalecía, por encima de cualquier otra consideración, su prestigio
como actor. En seis años de carrera había sido candidato al Oscar en
cinco ocasiones, y aunque lo podría haber ganado por ¡Viva Zapata!
(1952) de Kazan, o Julio César (1953), de Joseph L. Mankiewicz, lo
obtuvo por La ley del silencio (1954), en la que encarnó al
contradictorio Terry Malloy, el ex boxeador que merodea por los muelles
de Nueva York, un álter ego del director del filme, Kazan, atormentado
por el fantasma de la delación después de haber contribuido a la
siniestra caza de brujas liderada por el senador Joseph McCarthy
denunciando a sus camaradas. El actor dudó mucho antes de aceptar su
papel en esa especie de filme-expiación, pero debía mucho a Kazan, y el
personaje olía a premio.
Actor controvertido
En realidad Brando,
que encarnaba el inconformismo frente a otras pusilánimes estrellas de
Hollywood, creía que trabajaba contra el star-system, a espaldas de la
industria, y ocurría, en cambio, que su personaje convenía a la gran
fábrica de sueños: era el mejor vendedor de sus productos. Es verdad que
rechazaba muchas ofertas de Hollywood, pero más por saturación que por
ideología. Así se entiende mejor su trabajo en títulos de género diverso
y desigual calidad que, aparte de demostrar su versatilidad, no
contribuyeron a aumentar su prestigio.
Esto sucedía ya en la década
de los cincuenta, cuando estaba en la cumbre, y, con el tiempo, se hizo
cada vez más patente. Puede decirse que esa primera etapa se cerró con
su único trabajo como director, El rostro impenetrable (1961), un
western crepuscular que marcó las pautas por las que desde entonces se
rigió el género, pero que en su momento no fue justamente valorado.
Un decenio después, rescatado de la medianía por Bertolucci y Coppola,
quien con El padrino lo llevó a un nuevo Oscar -recogido en su nombre
por una falsa india sioux como protesta por el trato a los indígenas
norteamericanos-, en el Brando renacido pudo más la codicia, y con
Superman (1978), de Richard Donner, con un salario de 14 millones de
dólares, inauguró sus trabajos manifiestamente mercenarios y olvidables
que caracterizaron la última etapa de su trayectoria. Dicen sus
biógrafos que actuó así obligado por las deudas.
En efecto, su
economía quedó maltrecha por sus inversiones en Tahití (poseía el atolón
Teti’aroa desde 1966) y por las secuelas y obligaciones que le deparaba
su exótico, dilatado y dramático historial sentimental (la falsa hindú
Anna Kashfi -en realidad Joanna O’Callaghan, galesa-, con quien litigó
años por la custodia de su primer hijo, Christian, quien en 1990 fue
condenado por el asesinato del novio de su hermana Cheyenne, quien a su
vez se suicidó en 1995-; la mexicana Movita Castaneda, la tahitiana
Tarita Teriipia y, entre 1988 y 2001, su asistenta guatemalteca María
Cristhina Ruiz, madre de sus tres últimos hijos).
No obstante, poco
después de su muerte se hizo público el testamento en el que dejaba un
patrimonio de unos 22 millones de dólares y reconocía a diez de sus
hijos habidos de todas sus relaciones. De ellos, los mayores repartieron
sus cenizas según la voluntad del actor, en su isla de Tahití y en
California, en el Valle de la Muerte.»
Añadamos a esto otros
títulos importantes de la filmografía de Brando: Guys and dolls
(1955) de Joseph L. Mankiewicz, La casa de té de la luna de agosto
(1956) de Daniel Mann, Sayonara (1957) de Joshua Logan, Rebelión a
bordo (1962) de Lewis Milestone, La jauría humana de Arthur Penn, La
condesa de Hong Kong (1967), último film dirigido por Charles Chaplin, Queimada (1969) de Gillo Pontecorvo, Los últimos juegos prohibidos
(1972) de Michael Winner, El último tango en París (1972) de Bernardo
Bertolucci, película piedra de escándalo en su época, en la que Brando
ofreció una de sus más intensas y sinceras interpretaciones, y Apocalypse now (1979) de Francis Ford Coppola.
