LOU READ: DEAD OR ALIVE
Hoy se cumple un año de la muerte del cantante estadounidense y compositor de rock Lewis Allan Reed, conocido como Lou Reed. A tal efecto reproducimos aquí el artículo de Diego A. Manrique publicado en EL PAÍS el 1-11-2013.
Lou Reed: muere el poeta eléctrico
Parecía indestructible: un neoyorquino agresivo, dispuesto a defender
su parcela. Lou Reed presumía de una fortaleza de ánimo que le permitió
superar todas las adversidades. Aguantó el electrochoque al que le
empujaron sus preocupados padres. Se dio a conocer con The Velvet
Underground, un grupo que, a pesar de su actual inmensa reputación,
apenas vendió discos. De hecho, sus dos únicas canciones universales, Walk on the wild side y Perfect day, salieron en 1972, en el elepé Transformer, que
produjo su admirador Bowie. Y parecía haber sobrevivido al transplante
de hígado al que se sometió en abril, que al final ha causado su muerte
ayer en Long Island.
Con todo, mantuvo una alta productividad hasta tiempos recientes: se
peleaba con las discográficas, cambiaba de productores y seguía
adelante, sin grandes ventas. Aparte de la vituperada colaboración con
Metallica (Lulu, 2011), se había apartado del rock y el formato
canción. Casi de tapadillo, lanzaba grabaciones instrumentales,
ocasionalmente con un grupo —el Metal Machine Trio— que evocaba su
máxima expresión de libertad creativa: el doble Metal machine music (1975), una colección de feedback y otros extremismos sonoros.
De alguna manera, Lewis Allan Reed (1942-2013) se deleitaba en llevar
la contra a lo que esperaban de él. Eran muy celebrados sus encuentros
con el periodista musical Lester Bangs, que exigía cierta moralidad a
sus ídolos. Reed arguía la sacrosanta libertad del creador. Se burlaba
del (indudable) daño que hizo aquella parte de su espectáculo en que
parecía inyectarse con heroína: “¿es que no saben distinguir entre el
teatro y la realidad?”.
Y añadía, con sorna: “¿Cómo sabían que en la jeringuilla había
heroína?”. Tenía razón, aunque olvidaba oportunamente su monumental Heroin (1967), que tan atractiva hacía la opción de la vida opiácea, también evocada ese mismo año en I'm waiting for the man.
En realidad, se supone que la droga que más le atraía era la
anfetamina, en su versión inyectable muy usada en el círculo del
vampírico Andy Warhol. Y que nadie vea aquí un insulto a Warhol: Lou, en
compañía del sufrido John Cale, sacaría en 1990 Songs for Drella, recordando su apodo entre los íntimos, un cruce de Drácula y Cinderella (Cenicienta).
Aparte de haber frecuentado un ambiente tan enrarecido como el de The
Factory, donde se desarrollaba una competencia mortal por ser la fiera
más cool del bestiario, se me ocurren otras razones para su
agresiva altivez. Aunque Lou había pasado una temporada en los margenes
del Brill Building, la industria del pop juvenil, grabando discos
baratos como The Primitives, sus primeros álbumes reventaron los límites
de lo que se podía contar en una canción pop. Sin embargo, se le
escatimaron los elogios.
Bob Dylan o John Lennon podían relatar sus transgresiones de forma
elíptica; Reed era directo y contundente, como Raymond Chandler y otros
autores de su querida novela negra. En vez del clásico conflicto de
chico-chica, el cancionero de Lou introducía a homosexuales, travestidos
y otras criaturas exóticas. Sus protagonistas podían odiarse, practicar
el sadomasoquismo e incluso matar. En medio del ensueño jipi de los
sesenta, aquello sonaba a aberración neoyorquina.
Esa falta de sincronía generacional explica que Lou Reed nunca
llegara a gran estrella en Estados Unidos. Pude comprobarlo en 1986,
viajando a Atlanta (Georgia) para entrevistarle. El fotógrafo se
mostraba escéptico: no creía que mereciera tal desplazamiento. Como una
broma, fuimos preguntando a todos los estadounidenses que nos cruzábamos
si conocían a Lou Reed. Y no, no les sonaba. Si mencionábamos que
cantaba, le confundían con el vocalista negro Lou Rawls. Sólo en
Atlanta, un taxista hirsuto le pudo identificar: “Claro, el de The
Velvet Underground. ¿Sigue vivo?”.
Felizmente para Lou, Europa se mostró encantada ante semejante outsider. El patrocinio de David Bowie le permitió encajar fugazmente en un movimiento popular, el glam rock. Con todo, la leyenda pesaba más que la realidad de su obra: mitificado por nuestros dibujantes de tebeos underground, Nazario terminaría demandándole por plagiar un dibujo suyo para un disco en directo.
En la mente popular, era un connoisseur de todos los vicios
posibles, la excusa para desmadrarse en público. Lou Reed se enfrentó
con levantiscas multitudes europeas que peleaban con la policía o —caso
de Madrid— asaltaban y saqueaban su escenario. Con el tiempo, Lou actuó
en recintos más refinados, donde pudo demostrar su fascinación por el
sonido en compañía de instrumentistas de primera, alternando sus
melodías más sigilosas con las exhibiciones de decibelios.
A la vez, exigía implícitamente que se reconociera su categoría
literaria. De alguna manera, gracias en parte a su matrimonio con la
artista Laurie Anderson, consiguió ser aceptado en los ambientes de la
alta cultura de Nueva York: se atrevía con Edgar Allan Poe en The raven, su Berlin fue filmado en directo por Julian Schnabel, el Metal machine music
fue adaptado para orquesta de cámara, se publicó la integral de sus
letras. Uno confía en que Lou, tan huraño y tan desconfiado, disfrutara
de ese beneplácito tardío.
Cartel de "Wanted" que refleja su antagonismo con la prensa musical USA, que era su principal valedora, la que facilitaba que saltara de compañía en compañía a pesar de vender poco. |
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