Por Lia Beeson
Yo soy de una aldea asturiana, una aldea muy pequeña
llamada Besullo, perdida en las montañas. Ahora ya no está tan perdida,
porque tiene una carretera, que yo no conozco todavía. El Besullo de mis
mayores era aldea perdida, pero no en el sentido de Palacio Valdés,
sino perdida realmente en el paisaje, en el monte, donde era muy difícil
llegar.
Besullo, fundamentalmente, era una aldea de labradores, pastores
y herreros. Mi abuelo era herrero; tenía un mazo romano. Se conservan
aún algunos mazos romanos en Besullo.
Me imagino cómo estaban ellos, desnudo el torso y machacando y
calentando hierro hasta ponerlo al rojo blanco, que casi aúlla cuando lo
meten en agua fría.
De niño, una de las cosas que más me impresionaban era el
trabajo del herrero. Hoy me parece que si no fuera escritor y me dijeran
qué quería ser en la vida, yo no sé… creo que quisiera ser herrero,
como era mi abuelo.
Entre las gentes de este Besullo mío había una gran tradición
oral de romances viejos, que se están perdiendo mucho. Cuando yo era
niño, y tengo bastantes años, esta tradición oral se conservaba muy viva
todavía. Aquellas gentes, después de las faenas del campo, se ponían a
recitar o a cantar esas viejas melodías, muy lentas y muy extrañas, que
yo ahora sé lo que son, claro: romances famosos de los siglos XIV, XV y
XVI, con temas de lobos, pastores, príncipes, encantamientos. Sobre
todo, dominaban los temas de encantamientos.
La niebla contribuye a que todas las cosas no tengan un límite
seguro, sino una esfumatura, para que no se sepa dónde las cosas
empiezan y terminan. En una palabra, que no hay distancia. Usted ve un
carro muy lejos y resulta que no está tan lejos, que está muy cerca; o
ve una cosa muy cerca y luego resulta que está lejos. Cuántas veces nos
ha parecido que estábamos a una gran altura y luego comprobamos que es
mentira, que ha sido todo efecto de la niebla, y que uno está en un
sitio completamente llano. Estas cosas hacen que el carácter asturiano
esté en la lírica un poco, como el galaico y el portugués, que son las
tres grandes zonas de lirismo de España.
Yo soy de una familia pobre, y los niños aldeanos no tienen
juguetes; pero yo tengo un juguete sensacional, fabuloso, en la
infancia: un castaño. Era un castaño al que llamaban “La Castañarona”.
Cuando se le da el nombre femenino quiere decir allí más grande. Era un
castaño… ¡no sé!… No puedo calcular el tamaño. Lo recuerdo tremendamente
grande, con el tronco hueco por completo por un rayo, sin ramas.
Cabíamos dentro de él siete u ocho niños. Allí jugábamos, subiendo por
el tronco, pasando de un brazo a otro. Jugábamos un poco como Peter Pan,
un poco como conejos dentro de un árbol. Era prodigioso, porque un día
“La Castañarona” era un castillo; otros días, un barco; a veces, un
palacio; en ocasiones, un bosque. Siempre, en definitiva, un juguete
maravilloso que era muy difícil que un niño de ciudad pudiera tener y
nosotros, niños de aldea, poseíamos sin lugar a dudas.
Hemos tenido una bruja, porque en Asturias y en Galicia hay
brujas de verdad. Ahora ya no sé; pero cuando yo era chico las había.
A esta mujer todo el mundo la señalaba con el dedo, y se le
tenía un poco de miedo, un miedo respetuoso, porque sabía de hierbas y
de palabras mágicas. En definitiva, cosas raras con las cuales hacía
curaciones o ensalmos. La gente sabía que eso, religiosamente, no estaba
muy bien visto y era un poco peligroso; pero, en cambio, era muy útil
cuando el cuerpo duele, cuando hay necesidad de un consejo. Los niños la
queríamos mucho. Algunos, muy brutos, la tiraban piedras desde lejos
para cumplir esa especie de deber que tiene el niño de tirar piedras a
los locos y a las gentes que están al margen de lo normal. Y a los
perros. De todas las maneras, nosotros la queríamos mucho, y cuando se
murió—yo era muy niño—supe que no se la enterraba como a los demás, que
había una fórmula distinta para aquella mujer. Creo que se la enterró
debajo de un árbol, y esto me dio mucho que pensar.
Estudié el bachillerato en Gijón, mejor dicho, los dos primeros
años. Gijón, para mí, fue un descubrimiento sensacional: el mar, la vida
urbana, los tranvías.
Yo recuerdo haber ido algunas veces de excursión con los chicos
que se escapan hasta el Musel para ver salir los barcos que van a
América. ¡Qué lejos estaba yo de pensar que en esos barcos un día
tendría yo que ir y estar tanto tiempo en América! Fui muy aficionado al
tema de América, porque, como buena familia asturiana, en la mía había
mucha gente que había amasado lo que se llama una fortuna en América.
Bueno, una fortuna era que volvían con cuatro mil duros y se compraban
una casita muy modesta donde vivían hasta que se morían.
En Cuba, en Méjico, en la Argentina, en todos sitios hay gentes
de Besullo. En Buenos Aires me ofrecieron una comida los residentes de
la aldea de Besullo. Como mi pueblo tiene cuarenta casas, yo esperaba
que los residentes en Buenos Aires fueran diez, catorce personas, y
resultó que eran como unos quinientos los que asistieron al banquete.
Muchos más que los vecinos de Besullo. Eran mis paisanos que habían ido a
Buenos Aires y que habían tenido hijos allí. En mi pueblo hay familias
de veinte hijos, de los cuales viven en Besullo uno o dos, y los
restantes viven en la Argentina. Es asombroso pensar la cantidad de
asturianos que hay por esas tierras de América.
Mi padre y mi madre eran maestros los dos. El maestro siempre ha
sido entre todos los cargos públicos de España, el peor pagado, de modo
que llevaban una vida muy modesta, muy modesta. Lo difícil es que en
las circunstancias en que vivían no podían tener una escuela en el mismo
sitio juntos. Tenían que vivir obligadamente separados y entonces los
chicos teníamos que estar unas veces con papá y otras veces con mamá,
como si fuera un matrimonio divorciado.
Pues, como decía, mis padres tenían que separarse para poder
ganar más dinero, pero siempre procurando que uno estuviera cerca del
otro. Así fueron a Gijón, así fueron a Palencia y a Murcia y,
finalmente, a León, el pueblo de mi madre. Porque mi madre era leonesa.
Era la historia, era la geografía, era la literatura lo que más
me interesaba. Y ya, en cuanto se trataba de cosas: árboles, metales,
fórmulas de triángulos, notaba que me interesaba poco. Necesitaba vida. Y
en Gijón empecé a leer.
El primer libro serio, que me deslumbró, fue “La vida es sueño”,
de Calderón, que tenía mi padre en una vieja edición. La guardaba como
un tesoro, con miedo a que sus hijos la alcanzáramos. Aquel libro me
daba la sensación de que debía tener algo prohibido, algo extraño; pero
no tenía nada de prohibido. Era, sencillamente, una buena edición que no
quería que tocáramos.
Entonces vi teatro por primera vez. Y eso me intranquilizó de un
modo terrible, hasta el extremo de que no pude dormir. Había
descubierto algo sensacional, un mundo maravilloso, no en el sentido de
que pudiera pensar que nunca pertenecería a ese mundo, sino que aquello
me parecía mejor que ningún libro de cuentos, mejor que ninguna novela,
mejor que nada de lo que había visto en mi vida hasta aquel momento. No
había podido ni soñar el descubrimiento del teatro.
Yo viví en Levante cinco años. La mocedad, de los quince hasta
los veinte. Cerca de mi casa—vivíamos en la calle de la Acequia—pasaba
una acequia por debajo de los balcones, y por eso se entraba por
puentes. Allí estaba el viejo teatro Romea. Y en ese viejo teatro Romea,
se instaló por entonces, hacia el año 1917, el Conservatorio de Música y
Declamación. Un amigo mío, actualmente actor en Madrid, que se llama
Antonio Martínez Ferrero, me dijo: “¿Por qué no vienes por el
Conservatorio? Estudia Teatro, que te va a gustar.”
El teatro empezó a tentarme como actor. Entonces no pensé en
escribir para el teatro, aunque escribía algunas cosas; pero cosas muy
pequeñas, cosas que actualmente he olvidado y he roto. La afición a
representar sí fue muy fuerte, muy grande, hasta el punto que con ese
muchacho que le digo, con Antonio Martínez Ferrero, decidí escaparme un
día para dedicarnos los dos al teatro, a ser cómicos. Ya sabíamos
nosotros que no nos iban a autorizar en casa, y no hubo más remedio que
saltar por la ventana. Nos escapamos juntos, una noche, para San Pedro
del Pinatar, donde había una compañía. ¡Horrenda compañía, de esas de la
legua! Necesitaban dos muchachos para hacer dos papeles, y nos
contrataron. Luego nos dejaron por allí, abandonados, pasando hambre, un
hambre feroz. Tuvimos que volver andando a casa; pero esa afición a
representar, la afición de actor, me quedó siempre.
Me parece que soy muy mal actor. Muy malo, con seguridad. Dirijo
bien, doy bien la réplica a los actores cuando les estoy enseñando a
hacer una comedia, pero de eso a interpretarla yo…
En la compañía de Josefina Díaz y Manuel Collado llevábamos
veinticinco títulos en el repertorio y las personas justas en la
compañía. Un día, en Medellín, uno de los actores hizo el “salto del
ángel” en una piscina para realizar una exhibición delante de sus
compañeros. La piscina no tenía condiciones de profundidad y el actor se
rasgó el cuero cabelludo. Fue un accidente escandaloso y el muchacho no
pudo salir a escena hasta doce días después.
Aquella noche de Medellín el teatro estaba vendido. Josefina
Díaz y Manuel Collado se miraban sin saber cómo salir del paso. Pensé
que había llegado mi momento, “mi oportunidad” como actor; pensé que
podía yo resolver el problema que se planteaba y como lo pensé lo hice.
Total, que me incluí en el reparto, haciendo una comedia por día.
Llegué a interpretar hasta doce papeles diferentes y quedé muy contento de aquella experiencia.
Yo, enamorado muy joven, quería casarme. El sueldo que tenía
entonces era muy chico, insuficiente. Estaba establecida entonces, y
supongo que ahora, una remuneración especial para los maestros españoles
que desempeñasen su magisterio en sitios lejanos, como Canarias, o
difíciles de vivir, como el valle de Arán. Este lugar, para una persona
madura y hecha, era muy difícil; pero cuando se tienen veinticuatro años
no hay dificultades de ningún género.
¿Qué más quería yo? Salía en esquí por la ventana. Pasé tres
años felices en el valle de Arán. Aquella vida obligadamente en silencio
constante me hizo rodearme de libros, permanecer sentado junto a la
chimenea con fuego. La casa era confortable y en ella tuve algo tan
importante para el estudio como lo es la intimidad.
Primero hice un intento bonito, que fue escribir un teatro para
los niños de la escuela. Se llamaba “La Pájara Pinta”. Representábamos
unas piezas muy breves, muy sencillas, que no tenían otro objeto que
divertir a los chicos y a sus familias.
Cuando terminé “La sirena varada” vine a Madrid varias veces a
ver a un empresario y a otro. Era inútil. Ninguno había oído mi nombre,
ninguno me conocía. Nadie quería ni leer la obra. “No sirve para nada”,
me decían.
Aquel panorama me hizo renunciar un poco a la idea de estrenar.
Entonces se me ocurrió enviar la comedia a un catalán que tenía el
Teatro Intimo de Barcelona, llamado Adrián Gual, un hombre muy
inteligente, muy preocupado de la temperatura del teatro en Europa y en
España. Este hombre me escribió inmediatamente y su carta me deslumbró.
Me decía en ella que había que estrenar la comedia fuera como fuera.
Cual sería mi sorpresa cuando, poco tiempo después recibí una
carta de la Xirgu, que conservo como un tesoro. ¡Ya era bonito recibir
una carta de aquella actriz ilustre, nada menos que en el Valle de Arán!
Me decía que había leído la obra y que ella se comprometía a estrenar
esa comedia. No sabía cuándo. Me anticipaba, no obstante, que cuando
hubiera una coyuntura favorable, y que posiblemente sería en el teatro
Español de Madrid, para el que venía entonces.
El Premio Lope de Vega significaba entonces, año de 1930, una
pequeña fortuna, pues su cuantía en metálico era de 10,000 pesetas. Si
la obra era premiada, el estreno obligatorio se hacía en el teatro
Español, donde había entonces una de esas compañías excepcionales que es
difícil que vuelvan a poder reunirse nunca. La formaban Margarita Xirgu
y Enrique Borrás, y tenía como galanes a Pedro López Lagar, Enrique
Diosdado y Alitar. Recuerdo como actriz de carácter a la Sánchez Ariño…
¡En fin, una compañía formada con primeras figuras!
Lo recuerdo perfectamente. La otra comedia finalista era de
Camón Aznar. Se titulaba “Alejandro Magno” y era un drama histórico. “La
sirena varada” pretendía ser una comedia moderna, y creo que lo era. La
comedia de Camón Aznar era grandilocuente; una comedia de época. Camón
Aznar, profesor universitario importante, culto, me hacía pensar de
antemano que el premio iba a ser para él. Por otra parte, y teniendo
todos los respetos y cortesías para este ilustre profesor universitario,
yo creía que “Alejandro Magno” no era lo que había que hacer en el
teatro. En efecto, mi “espía” me dijo que el premio se había concedido a
Camón Aznar.
Era angustioso estar nadando y nadando para acabar ahogándose en
la orilla. Confieso que lloré. ¡Créanme que me sacudió mucho aquello!
Claro que me conformé, diciendo: “¡Qué se le va a hacer!” Estaba cayendo
la tarde ya y tomé un tranvía para ir a mi trabajo. De pronto veo al
vendedor de periódicos con un ejemplar de “La Voz”. Un señor delante de
mí, compra “La Voz”. Alargo el cuello y veo cómo pasa una página, cómo
pasa otra, y al doblar así, veo en letras muy grandes: “Premio Lope de
Vega: ‘La sirena varada’ de Alejandro Casona”. Agarré el periódico,
diciendo al señor: “Perdóneme un momento.” Ni que decir tiene que el
señor creyó que yo estaba loco.
No sé cómo me vino la información anterior, ignoro el error que
pudo haber, porque en ningún momento se dio el premio a Camón Aznar. El
premio me lo habían dado a mí, allí estaba.
La comedia tuvo mucha repercusión fuera de España, porque no
habían transcurrido dos meses cuando ya se había estrenado en París y en
Roma. De modo que después de tanta angustia, de tanta espera, el teatro
se abrió para mí de la noche a la mañana, en un minuto y de par en par.
En el término de dos meses el resultado era el siguiente: estreno en el
teatro Español de Madrid, París, Roma… ¡Qué más podía esperar!
“Nuestra Natacha” fue un éxito sensacional, no de pureza
literaria y poética como “La sirena varada” sino un escándalo público,
de grandes ovaciones, de aplausos, de interés, porque venía a renovar
una estudiantina, que venía a ser en su momento la estudiantina que
había sido en el suyo “La casa de la Troya”. Claro que las cosas habían
cambiado. Aquello era una residencia de estudiantes, no una pensión. La
comedia estaba hecha de otra manera, pero tenía ese mismo tipo de cosa,
de vida estudiantil, muy auténtica. De “Nuestra Natacha” se han escrito
muchas tonterías, se ha hecho bandera de acá y de allá. ¡No es bandera!…
Además, era simplemente una obra joven, llena de fe. Quizá un poco
evangélica, un poco inocente, un poco romántica; pero de cosas muy
auténticas y muy verdaderas; donde está el teatro de los estudiantes, la
residencia, los problemas de la coeducación, esas especies de
penitenciarias que eran los reformatorios… ¡En fin! Todo ello estaba
hecho con un nobilísimo afán, no de hacer demagogia ni de buscar
ovaciones, sino de tocar una llaga de la pedagogía española, que es
evidente que estaba al alcance de todo el mundo y nadie lo había tocado.
Y después, fruto de las pasiones del momento, se le dio por unos un
carácter… ¡no sé!…
Las Misiones Pedagógicas fueron una fundación del maestro
Cossío, cuyo libro sobre El Greco es bien conocido. Era un hombre muy
viejo, de setenta y muchos años, cuando yo le traté. Estaba tendido
sobre una tabla, con el cuerpo escayolado. Debía de padecer alguna
enfermedad de columna vertebral. Estaba como en un potro de tortura;
pero que él llevaba con una sonrisa maravillosa, como si no existieran
en su cuerpo ni el dolor. Vivió siete u ocho años más. Una de sus
creaciones fue el teatro popular. Había millares de aldeas en España que
no conocían el teatro, porque no lo habían visto nunca. Don Manuel me
decía: “¿Tú no dices que te sacudió el teatro la primera vez que lo
viste?” “¿No me contaste que aquella anoche en que viste la primera
representación teatral no pudiste dormir?” “A los campesinos debe
producirles algo igual. Hay que hacerlo.” Y lo hicimos.
Nuestros muchachos hacían su trabajo un poco misioneramente,
evangélicamente, artísticamente, sin ninguna pretensión ni ambición más.
No había intención de tipo social, ni nada de prédica política. El
teatro de las Misiones Pedagógicas, el teatro del Pueblo, teatro y coro,
lo formaban unos cincuenta muchachos y muchachas, estudiantes de las
distintas universidades, facultades y escuelas. No cobraban nada, y
además, se llevaban la comida de casa. Ha habido mucha gente que creía
que iban a divertirse.
“La Barraca” iba a poblaciones castellanas que tenían un teatro
un poco decente, un poco sin cultivar, o de malos repertorios. Allí
daban Lope bien presentado, modernamente hecho. Nosotros íbamos a llevar
el teatro a los campesinos analfabetos que no sabían lo que el teatro
era y que, por tanto, lo veían por primera vez. Por esa razón nuestro
repertorio tenía que ser forzosamente más simple, piezas cortas con
música y pequeñas danzas. Lo difícil era crear este repertorio, que no
existía. Así pusimos en escena los “Juicios de Sancho Panza en la ínsula
Barataria”, y otras cosas que estábamos seguros que iban a merecer una
atención del pueblo, del pueblo auténtico, del pueblo aldeano, del
pueblo sin libros, del pueblo virgen al que le llegaba por primera vez
el teatro. Hoy habrá llegado ya la radio, el cine, la televisión.
Entonces no había llegado todavía eso.
Partíamos entonces de una fórmula exterior que no podía fallar,
en principio. Esta consistía en algo tan elemental como sacar a escena
hombres y mujeres disfrazados, entre los cuales empezaban a pasar cosas.
La gente atendía por una simple curiosidad primaria. Aparte de esto,
había una cosa de tradición oral evidente en muchos de esos pueblos, que
siempre eran de menos de mil habitantes, pequeñas aldeas.
Una vez vi algo curioso. Un hombrote con la blusa, la rosa en la
oreja, la vara en la mano, entra en el teatro como diciendo: “Vamos a
ver qué tontería es ésta.” Se sienta y saca el tabaco, que se pone aquí,
en el hueco de la mano izquierda, y empieza a quitarle los palos. Luego
saca un papel grande, papel del Rey de Espadas, que se coloca en la
comisura del labio. En ésto se levanta el telón y empieza la
representación de “El dragoncillo” de Calderón de la Barca, que es una
pieza divertidísima, una estampa preciosa, que dura unos veinte minutos.
Aquel hombre de la blusa clava los ojos en el escenario y sigue
elaborando con parsimonia el cigarro, hasta que cae el telón. Cuando cae
el telón, hace de pronto como si le hubiera pasado algo y le diera
vergüenza. Entonces se apresura a encender el cigarro. Había pasado un
momento de suspensión y volvía de otro mundo.
Proyectamos una película documental breve, de un rollo, con tema
de mar, en la que se desarrollaba una tormenta imponente. Había un
naufragio, un barco en peligro y un salvamento. De pronto, una pobre
mujer empezó a llorar allí y le dio un ataque de histeria terrible. Hubo
que suspender la proyección. Cuando aquella mujer volvió en sí nos
contó que un hijo suyo había ido a América. Para ella hasta aquel
momento el mar no era más que una palabra, y de pronto, cuando lo había
visto, creía que el hijo estaba pasando aquel naufragio. La anécdota me
parece escalofriante.
No fui directamente a Buenos Aires. Yo entonces tenía un
contrato para inaugurar un teatro en Méjico. Este contrato era de tres
meses y no se cumplió; pero me llamaron por si quería ir con la compañía
de Diaz-Collado para hacer tres meses en otro teatro.
Allí hicimos una temporada bastante larga, de casi dos años, por
distintos países. Con ese motivo he residido bastante en Méjico, La
Habana, Puerto Rico, Colombia, Venezuela… Después, ya por mi cuenta, me
fui a Buenos Aires contratado por una empresa. Fue cuando estalló la
guerra europea. Me quedé definitivamente en Buenos Aires, hasta ahora.
He hecho algunos viajes por Europa también y muchos por América.
En América, durante ese tiempo, he hecho casi exclusivamente
teatro, he dado conferencias, he escrito artículos y he trabajado
bastante para el cine, casi siempre como guionista o adaptando comedias
mías, o adaptando comedias famosas del mundo, como “Casa de muñecas” de
Ibsen, y otras originales escritas directamente como guionista.
Tres años seguidos estuvo en cartel “Los árboles mueren de pie”
en Buenos Aires. En Buenos Aires era relativamente fácil pasar de las
cien representaciones. El éxito empezaba a partir de las doscientas o
trescientas.
Ahora nos tienen bastante abandonados. No estamos de moda; pero
en aquel momento todavía, el año 1939 y 1940 y hasta el 44 o 45, toda
América miraba mucho a lo que se llamaba el meridiano de Madrid. El
último estreno de Madrid era comentado en Buenos Aires, de modo que
cuando llegué yo, me conocía todo el mundo. Yo era un autor popular.
Todas mis comedias estaban representadas. Era como si hubiera vivido
allí, como si hubiera estrenado siempre en Buenos Aires. “Nuestra
Natacha” se estrenó aquí, y a los ocho días se estrenaba en Buenos
Aires.
Tengo que escribir paseándome, saliendo por los jardines y
caminando entre pinares, entre árboles que huelan. Así suelen producirse
en mí las ideas para una comedia. Después, lo que se llama escribir no
me cuesta ningún trabajo. Lo que me cuesta es concebir el tema,
enamorarme de él. Hay temas que se pueden hacer y rehacer mil veces;
pero yo necesito siempre un tema que me enamore, que crea, aunque sea
mentira, que es algo original, que es algo distinto, nuevo, y sobre
todo, extraño. Ya entonces tengo muchas limitaciones; pero una vez que
he inventado el tema y que lo encuentro, cuando me siento a escribir no
me cuesta esfuerzo alguno.
El autor que más me ha sacudido siendo joven ha sido
Valle-Inclán, que me parecía maravilloso aunque, a decir verdad, no lo
veía muy teatral. Lo veía como lo escribía, muy arbitrariamente, al
margen de las necesidades escénicas, como si pensara en que no se
representase nunca. Tenía un cúmulo de personajes que es muy difícil que
haya en ninguna compañía. Y los cambios de decoración, los efectos…
Muchas veces el mismo lenguaje no era de ningún modo el que el público
podía tolerar, entonces al menos. Valle-Inclán escribió de espaldas al
público y de espaldas a la profesión, con desdén evidente por la gente
del teatro. Así y todo, me sigue pareciendo el dramaturgo más
importante.
Los críticos todos hablan de mi influencia astur. Hay una
interferencia constante del sueño y de la fantasía, de la ternura, de la
poesía, del humor, del paisaje de lejanía, de la extrañeza del
descubrimiento. Todo lo cual está muy dentro del espíritu de Asturias.
Ahora en España me encuentro, no sé… Como el hijo que ha vuelto a
la casa de la madre; me encuentro feliz; me encuentro cómodo; me
encuentro cordialísimamente rodeado; francamente a gusto. Y, además, muy
equilibradamente el reencuentro conmigo mismo. Es decir, que me
encuentro en mi tradición, en mi raza, en mi paisaje, en mi modo de
hablar.
Yo, de momento, vuelvo para Buenos Aires, porque tengo
establecidos allí muchos contactos, compromisos, trabajos que no pueden
romperse de la noche a la mañana, porque son labor de muchos años. Lo
que pienso es que voy a ir y a venir muy a menudo de Buenos Aires a
Madrid y de aquí a Buenos Aires. A mí me ocurre ahora aquello que decía
Rusiñol, que cuando el español va a América y vive un tiempo allí,
termina teniendo dos patrias, que son España y América, y después acaba
teniendo una sola, que es el barco, porque siempre quiere ir, y cuando
ha llegado está deseando volver.
Hay algunos países donde se representan mis obras habitualmente.
Yo podría decirle ahora, sin temor a equivocarme, que esta noche se
están haciendo dos o tres comedias mías en teatros de Alemania y de
otras naciones de Europa. En el año anterior, en la encuesta que se hizo
a fin de año de los autores más representados por los estudiantes, por
los “amateurs”, por los teatros independientes, eran seis escritores los
elegidos, y yo uno de ellos.
La encuesta fue hecha en Francia. En Estados Unidos no se me
representó nunca profesionalmente, y sin embargo, lo han hecho
habitualmente los teatros estudiantiles y universitarios. En la sección
de castellano de las Universidades hay varios libros míos que sirven de
texto para estudiar y muy a menudo se representan mis comedias.
Ya conocía a los autores jóvenes españoles. Lo que no había
visto era la puesta en escena, porque el teatro no es una literatura
fundamentalmente. No es el libro lo que me interesa únicamente, sino eso
puesto en pie, con luces, con dirección, con la actriz, con el actor,
con el público. Ahí está lo fundamental. La gran aventura del teatro es
la muchedumbre. Yo tenía mucho interés en ver el teatro español, no
leído, sino visto desde el patio de butacas. De ninguno de los autores
que me interesaban he tenido la suerte de ver representar nada en estos
días; pero he visto cosas muy interesantes.
De los autores que pudiéramos llamar nuevos, lo que he visto que
me haya impresionado más es “La camisa” de Lauro Olmo, que me parece
que está bordeando un gran género, todavía sin hacer en España, que es
el sainete poético. El sainete se ha hecho muy bien, y el teatro poético
también; pero el sainete poético es lo que anda buscando este muchacho,
que no sé si está completamente conseguido en “La camisa”, pero que
anda muy cerca, por una senda muy firme y muy interesante.
NOTA: entrevista de Casona con Marino Gómez Santos, tal como
fue impreso en la sección del Diario Pueblo “Pequeña historia de grandes
personajes” con el título de “Alejandro Casona cuenta su vida,” el 15,
16 y 17 de agosto de 1962. Como el Diario no existe ya, este material es
del dominio público.
El trabajo de las Misiones era enteramente gratuito. Casi todo el material, enseres, libros, trabajadores, etc., se ofrecían gratuitamente y se rendían jornadas máximas. Recorrimos los artistas-muchachos estudiantes-y yo, en días de fiestas, domingos y vacaciones, pueblos y aldeas próximos a la capital y a varias otras provincias. Era un teatro como el que pasa en la carreta del Quijote: sencillo, montado casi siempre en la plaza pública, con un escenario levantado con maderas toscas por los propios muchachos artistas. Los trajes eran muy sencillos, realizados con un gasto mínimo de unas pesetas, y el carácter general de este teatro era la belleza, predominantemente lírica, aliándose con las antiguas canciones populares corales y los romances tradicionales. El camión que nos conducía hacía su aparición en una aldea, tocábamos los heraldos como en pleno siglo inicial del teatro “en el Corral de Doña Elvira” y en pocos momentos estábamos ya en función, regalando a aquella pobre gente olvidada un poco de recreo y bienestar espiritual. Después obsequiábamos algunos volúmenes para fomentarles una biblioteca y hacíamos un poco de música folklórica del siglo a que se remontaba nuestra representación.
NOTA: cita que Saínz de Robles hace en su Prólogo a las Obras Completas de lo que Casona dijo en entrevista a L de la Torriente del diario Excelsior de Mexico, el 2 de junio de 1937.
Durante los cinco años en que tuve la fortuna de dirigir aquella muchachada estudiantil, más de trescientos pueblos—en aspa desde Sanabria a La Mancha y desde Aragón a Extremadura, con su centro en la paramera castellana nos vieron llegar a sus ejidos, sus plazas o sus porches, levantar nuestros bártulos al aire libre y representar el sazonado repertorio ante el feliz asombro de la aldea. Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquella; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí. Trescientas actuaciones al frente de un cuadro estudiantil y ante públicos de sabiduría, emoción y lenguaje primitivos son una tentadora experiencia.
NOTA: cita que Saínz de Robles hace en su Prólogo inmediatamente
después de la cita anterior, pero sin especificar su fuente, diciendo
sólo: “Y también de Casona las siguientes declaraciones:”
Una de las grandes ideas de Javi para sus publicaciones es sin dudas ésta!!!
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