PADRE DE LA PEDAGOGÍA MODERNA
Hoy se cumplen 305 años del nacimiento del escritor, músico y filósofo francófono suizo Jean-Jacques Rousseau. Junto con Voltaire y Montesquieu, se le sitúa entre los grandes pensadores de la Ilustración en Francia. Sin embargo, aunque compartió con los ilustrados el propósito de superar el oscurantismo de los siglos precedentes, su obra presenta puntos divergentes, como su concepto de progreso, y en general más avanzados: sus ideas políticas y sociales preludiaron la Revolución Francesa, su sensibilidad literaria se anticipó al romanticismo y, por los nuevos y fecundos conceptos que introdujo en el campo de la educación, se le considera el padre de la pedagogía moderna.
Hoy se cumplen 305 años del nacimiento del escritor, músico y filósofo francófono suizo Jean-Jacques Rousseau. Junto con Voltaire y Montesquieu, se le sitúa entre los grandes pensadores de la Ilustración en Francia. Sin embargo, aunque compartió con los ilustrados el propósito de superar el oscurantismo de los siglos precedentes, su obra presenta puntos divergentes, como su concepto de progreso, y en general más avanzados: sus ideas políticas y sociales preludiaron la Revolución Francesa, su sensibilidad literaria se anticipó al romanticismo y, por los nuevos y fecundos conceptos que introdujo en el campo de la educación, se le considera el padre de la pedagogía moderna.
Huérfano de madre desde temprana edad, Jean-Jacques Rousseau fue criado
por su tía materna y por su padre, un modesto relojero.
Sin apenas haber recibido educación, trabajó como aprendiz con
un notario y con un grabador, quien lo sometió a un trato tan
brutal que acabó por abandonar Ginebra en 1728.
Fue entonces acogido bajo la protección de la baronesa de Warens,
quien le convenció de que se convirtiese al catolicismo (su
familia era calvinista). Ya como amante de la baronesa,
Jean-Jacques Rousseau se instaló en la residencia de ésta en Chambéry
e inició un período intenso de estudio autodidacto.
En 1742 Rousseau puso fin a una etapa que más tarde evocó como la
única feliz de su vida y partió hacia París,
donde presentó a la Academia de la Ciencias un nuevo sistema de
notación musical ideado por él, con el que esperaba alcanzar
una fama que, sin embargo, tardó en llegar. Pasó un año
(1743-1744) como secretario del embajador francés en Venecia,
pero un enfrentamiento con éste determinó su regreso a París,
donde inició una relación con una sirvienta inculta,
Thérèse Levasseur, con quien acabó por casarse civilmente en
1768 tras haber tenido con ella cinco hijos.
Rousseau trabó por entonces amistad con los ilustrados, y fue invitado a contribuir con artículos de música a la Enciclopedia
de D'Alembert y Diderot; este último lo impulsó a presentarse en 1750 al concurso convocado por
la Academia de Dijon, la cual otorgó el primer premio a su Discurso sobre las ciencias y las artes, que marcó el inicio
de su fama.
En 1754 visitó de nuevo Ginebra y retornó al protestantismo para readquirir sus derechos como ciudadano ginebrino, entendiendo
que se trataba de un puro trámite legislativo. Apareció entonces su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres,
escrito también para el concurso convocado en 1755 por la
Academia de Dijon. Rousseau se opuso en esta obra a la concepción
ilustrada
del progreso, considerando que los hombres en estado natural son
por definición inocentes y felices, y que son la cultura y la
civilización
las que imponen la desigualdad entre ellos (en especial a partir
del establecimiento de la propiedad) y acarrean la infelicidad.
En 1756 se instaló en la residencia de su amiga Madame d'Épinay en Montmorency, donde redactó algunas de sus obras más
importantes. Julia o la nueva Eloísa (1761) es una novela sentimental inspirada en su pasión -no correspondida- por la cuñada
de Madame d'Épinay, la cual fue motivo de disputa con esta última.
En El contrato social (1762), Rousseau intenta
articular la integración de los individuos en la comunidad; las
exigencias de
libertad del ciudadano han de verse garantizadas a través de un
contrato social ideal que estipule la entrega total de cada asociado a
la
comunidad, de forma que su extrema dependencia respecto de la
ciudad lo libere de aquella que tiene respecto de otros ciudadanos y de
su egoísmo
particular. La voluntad general señala el acuerdo de las
distintas voluntades particulares, por lo que en ella se expresa la
racionalidad
que les es común, de modo que aquella dependencia se convierte
en la auténtica realización de la libertad del individuo, en
cuanto ser racional.
Finalmente, Emilio o De la educación (1762) es una novela
pedagógica, cuya parte religiosa le valió la condena
inmediata por parte de las autoridades parisinas y su huida a
Neuchâtel, donde surgieron de nuevo conflictos con las autoridades
locales,
de modo que, en 1766, aceptó la invitación de David Hume para
refugiarse en Inglaterra, aunque al año siguiente regresó al
continente convencido de que Hume tan sólo pretendía difamarlo. A
partir de entonces Rousseau cambió sin cesar de residencia,
acosado por una manía persecutoria que lo llevó finalmente de
regreso a París en 1770, donde transcurrieron los últimos
años de su vida, en los que redactó sus escritos
autobiográficos.
Considerado unánimemente una de las máximas figuras de la Ilustración, Jean-Jacques Rousseau aportó obras fundamentales
a la teorización del deísmo (Profesión de fe del vicario saboyano), la creación de una nueva pedagogía
(Emilio), la crítica del absolutismo (Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres, El
contrato social), la controversia sobre el sentido del progreso humano (Discurso sobre las ciencias y las artes), el auge de la novela
sentimental (Julia o la nueva Eloísa) y el desarrollo del género autobiográfico (Confesiones).
En suma,
Rousseau abordó los grandes temas de su época y participó
activamente en todos los debates intelectuales que apasionaron al
siglo.
Sin embargo, al tiempo que es un hombre representativo de la
ideología ilustrada (con sus presupuestos basados en la razón, la
naturaleza, la tolerancia y la libertad), Rousseau anuncia
algunas corrientes que se difundirán a partir de la Revolución. Así,
por un lado, el pensador ginebrino puso en circulación
determinadas ideas que cuestionaban el optimismo radical de las Luces:
la perfección
del estado de naturaleza frente a la corrupción de la sociedad
comprometía la confianza en el progreso de los ilustrados; la
idealización
del buen salvaje se enfrentaba a la del "innoble salvaje" de los
economistas que estudiaban los medios para el desarrollo material de
la humanidad, y el énfasis sobre el sentimiento y la voluntad
podía mermar la confianza ilustrada en el imperio de la razón.
Por otro lado, sus propuestas políticas no sólo desbarataban las
ilusiones puestas en el reformismo benevolente de los déspotas
ilustrados, sino que ofrecían un modo alternativo de
organización de la sociedad y lanzaban una inequívoca consigna contra
el absolutismo de derecho divino al defender el principio de la
soberanía nacional y la voluntad general de la comunidad de los
ciudadanos.
De este modo, Rousseau se situaba en la encrucijada de la
Ilustración, alimentando al mismo tiempo las corrientes subterráneas
que inspiraron el prerromanticismo y las fuentes doctrinales de
donde brotará pujante la Revolución. Pese a esgrimir argumentos no
demasiado sólidos, su primer texto importante, el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), es la clave para entender su
reticencia frente al optimismo racionalista que creía firmemente en el progreso de la civilización.
Rousseau se alejaba ya en esta obra del pensamiento ilustrado
al atribuir escasa importancia al perfeccionamiento de las ciencias y
conceder
mayor valor a las facultades volitivas que a la razón.
Contestando la unilateralidad de una visión del progreso ceñida al
ámbito
técnico y material, en detrimento del moral y cultural, denunció
la incongruencia que suponía denominar progreso humano a
lo que era un mero desarrollo tecnológico. Aunque se había
avanzado en el dominio de la naturaleza y se había aumentado el
patrimonio artístico, la civilización no había hecho al hombre
más libre, más feliz o más bondadoso.
La empresa de dilucidar los efectos de la organización social sobre la naturaleza humana la acometió en el Discurso sobre
el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres
(1755). Si en escritos anteriores ya había teorizado sobre la bondad
natural del hombre y el efecto corruptor de la sociedad, ahora
pasó a desarrollar la idea del buen salvaje. En un primitivo estado de
naturaleza
no existían entre los humanos desigualdades relevantes (sólo las
derivadas de la biología) y los hombres no eran ni buenos
ni malos, sino simplemente "amorales". Una serie de causas
externas empujaron a los hombres a agruparse y prestarse ayuda mutua
para
determinadas empresas, y en el transcurso de esa asociación
nacieron las pasiones que transformaron su espíritu.
Ese "estado de naturaleza" era esencialmente un concepto
teórico, pero ofrecía a Rousseau la base para condenar las
injusticias del mundo de su tiempo, advertir sobre la corrupción
reinante y desenmascarar el desorden de la sociedad civil. Así,
partiendo de un estadio asociativo primitivo e idílico, nucleado
en torno a la familia y más tarde traspasado a la comunidad (a la
que inspiraba la solidaridad y guiaba la costumbre y no la ley,
repartiéndose el fruto de la caza), llegó a determinar el momento
de la fractura: la aparición de la agricultura, la minería y,
por ende, la propiedad privada y la acumulación de riquezas
en manos de unos pocos.
El proceso continuaba con la aparición de la servidumbre,
consistente en que los desposeídos ofrecían su trabajo a cambio
de la protección de los poderosos. Los abusos propiciaron la
desconfianza mutua y la necesidad de prevenir el crimen, por lo que se
hizo
necesaria la instauración de un gobierno y la promulgación de
leyes para la protección de la propiedad privada. Si hasta aquí el
esbozo de esta evolución no era nuevo (ya había sido apuntado
por John Locke),
la originalidad
consistía en matizar que el proceso se había operado en defensa
de la propiedad de los ricos; de ahí el carácter revolucionario
de la hipótesis.
Claro es que Rousseau no abogaba por la abolición de la propiedad
privada, a la que consideraba un hecho irreversible
y por tanto inherente al estado de sociedad, sino que apuntaba
hacia la mejora de la situación a través del perfeccionamiento de
la organización política. En cuanto diagnosis del origen de la
injusticia social y la infelicidad del hombre, el Discurso tiene en efecto su necesario complemento en otra
de sus obras fundamentales, El contrato social
(1762), con su propuesta de una nueva sociedad fundada sobre un pacto
libremente
aceptado por los individuos, de los que emana una voluntad general que
se expresa en la ley y que concilia la libertad individual con un orden
social justo.
Si bien no es posible contraponer una Ilustración de la razón
y otra del sentimiento (pues precisamente entre los fenómenos
más característicos de las Luces se encuentran la exaltación de
la naturaleza, la revolución de la afectividad o el
triunfo de la privacidad), no cabe duda de que el énfasis
rousseauniano sobre la reivindicación del sentimiento frente a la razón
pura, la idealización arcádica de la naturaleza y la indagación
obstinada en el secreto reducto de la intimidad son elementos
que preludian la aparición del nuevo clima espiritual del
prerromanticismo.
En este sentido, Rousseau colaboró decisivamente en la difusión de una estética del sentimiento con la publicación
de su novela La nueva Eloísa (1761), aunque no sea ni el único escritor de novelas sentimentales ni el único responsable
de los melodramas lacrimógenos que siguieron (las denominadas pleurnicheries). La bondad del hombre en un ideal estado de naturaleza
es la base de una obra destinada a inaugurar la pedagogía moderna: Emilio o De la
educación (1762); por ello la labor educativa ha de llevarse a
cabo al margen de la sociedad y de sus instituciones y no consiste
en imponer normas o dirigir aprendizajes, sino en impulsar el desarrollo
de las inclinaciones espontáneas del niño facilitando su contacto
con la naturaleza, que es sabia y educativa.
Por otro lado, sus Confesiones (publicadas póstumamente en
1782 y 1789) representan, en un siglo inclinado a la autobiografía,
un ejemplo excepcional de introspección personal y de exhibición
extremada de la propia intimidad, en un grado que no se alcanzaría
hasta el pleno romanticismo. Finalmente, no resulta extraño que
la muerte le sorprendiera meditando en la soledad de los jardines a la
inglesa
del castillo de Ermenonville, donde le había invitado el marqués
de Girardin, mientras se entregaba al ilustrado placer de la
herborización,
tal como había dejado descrito en Las ensoñaciones del paseante solitario, publicadas también póstumamente
en 1782.
La dualidad de la figura y la obra de Rousseau no pasó
desapercibida a sus coetáneos, como demuestran las palabras de Goethe:
"Con
Voltaire termina un mundo, con Rousseau comienza otro". Un mundo
que, por un lado, conducía al romanticismo (debido al avance del
irracionalismo,
la exacerbación del sentimentalismo, el auge de los
nacionalismos y la revalorización de las oscuras edades medievales) y,
por otro,
a la Revolución.
Magistral!!
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